Hubo un tiempo, cuando yo era joven y tenía ilimitada
confianza en los políticos que yo misma votaba, que defendía las mayorías
absolutas porque en mi impaciencia me convencía de que con ellas el gobierno
vencedor tardaría menos en solucionar los infinitos problemas que teníamos
planteados y caminaría con seguridad hacia la consecución de ese mundo que nos habían
anunciado y prometido.
Pero han pasado los años y he aprendido a enjuiciar lo que
ocurre en este país con menos pasión y más sentido común. O tal vez la experiencia
me haya enseñado que a más poder corresponde menos sabiduría, mayor alejamiento
de la realidad y escasa urgencia para encontrar respuestas a las necesidades de
la población. Es como si el poder transformara los objetivos y la apreciación
que de esa realidad tienen quienes lo alcanzan, como si se hubieran aguado en
vino sus buenos propósitos y, con la resaca, vieran honestidad donde hay
corrupción y les pareciera de razón justificar sus propios disparates y
magnificar los ajenos.
Por si fuera poco con ellas crece la prepotencia del líder que,
confundiéndose a sí mismo con la patria, se cree con derecho, él o sus
secuaces, a hacer lo que quiera con nuestros impuestos, nuestras esperanzas,
nuestras vidas, inventando ficciones para justificar sin el menor rubor lo que
nos arrebata, promulgando leyes mordaza contra los Derechos Humanos para
sentirse más seguro y no tener que soportar el clamor de justicia del pueblo
soberano cuando pide trabajo, pan, vivienda, educación y sanidad.
Si a todo esto le añadimos tanta corrupción consentida, entenderemos
lo fácil que es erosionar la democracia y llenar el país de escépticos en
política, justicia, honestidad pública y derechos sociales.
Esto es al menos lo que vemos que se consigue con las
mayorías absolutas, así que ojalá los dioses nunca se la concedan a ninguno de
los partidos que hoy luchan por alcanzar el poder. Tal vez así veríamos cumplir
su programa electoral a quien gobierna, aceptar la independencia del poder judicial
y debatir y negociar en vez de imponer. Y nosotros dejaríamos de sentirnos
meros objetos en manos de esos ganadores por goleada.
Así es como lo veo. Y sin embargo, qué hermoso sería que una
gran mayoría de hombres y mujeres de este país diera su confianza a la
formación política que nos hubiera propuesto desandar el camino que nos ha
llevado al descalabro actual, y nos mostrara cómo podemos dejar de ser
ciudadanos pasivos y convertirnos en ciudadanos participativos que luchan por
la regeneración de la vida pública, construyen entre todos una nueva democracia
y con ella un mundo mejor, con dificultades, pero mejor.
Sería como reconocer que es posible alcanzar el poder
político y no andarse forzosamente por las nubes de la incompetencia. Aún hay noches
que sueño en ello.