A veces me pregunto en qué habrá influido en la política
catalana de hoy, haber tenido como líder supremo a un hombre que mientras decía
enseñarnos lo que eran la moral, la política y la patria, mantenía una fortuna
de origen dudoso a resguardo de impuestos en un país extranjero. Porque
repasando esos 23 años de gloria pujolista, no vemos que el amado líder, con sus
constantes y definitivos apoyos a los gobiernos centrales, hubiera obtenido
para Catalunya nada digno de tenerse en cuenta, ni siquiera un triste AVE con
que redondear los Juegos Olímpicos del 92. En cambio nada le costó lograr que no le
fuera imputado ni a él ni a su gobierno ninguno de sus errores, carencias o
mala suerte sino que el verdadero culpable de todo fuera “Madrid” que, desde entonces, se ha convertido
en el comodín para justificar fallos propios y ajenos que tengan que ver con Catalunya.
Aún así, son muchos los que se preguntan si no será que sus
constantes viajes a la capital tuvieron como objetivo no el AVE precisamente, o
una mejor financiación, sino más bien evitar posibles fugas de información sobre su fortuna
extranjera y otras actividades financieras que, estando como estaban en boca de todos los catalanes, no es creíble que no lo estuvieran también en las de los
gobiernos de turno para utilizarlas a su conveniencia.
Todo es posible, pero no se trata de esto ahora sino de
saber que hay en nuestra situación política de hoy que pueda considerarse
herencia del pujolismo. Porque el panorama es un tanto incomprensible: gobiernan
en Catalunya dos grandes partidos: CIU por ganar las elecciones y ERC por
apoyar la endeble minoría de CIU, pero ni el primero es realmente
independentista por más que así pretenda pasar a la Historia, ni el segundo, aún
llamándose de izquierda, lo es tampoco. Mientras tanto parte de la población que voló entusiasmada
hacia esa independencia -prestigio de uno y pasión del otro- vacila entre la
necesidad de creer en los extraños e incomprensibles movimientos de Mas, delfín del Pujol, y la
necesidad de plantearse un modelo de estado sobre el que nadie ha debatido aún,
porque se ha vivido en la convicción de que no hacía la menor falta definir ese modelo,
ya que sería la propia independencia la que traería consigo el mundo mejor que todos
deseaban.
Ahora, aturdidos por tantos intentos de votación,
convocatorias y elecciones, peleas y reconciliaciones, apoyos y retiradas de apoyos, muchos independentistas ya no saben qué independencia quieren. Y si se ponen a pensar por su cuenta, tal vez descubran que, sea la que sea, habrá que luchar
por ella de la mano de Mas, el Moisés de
CiU, o del líder de ERC tan inocente que renuncia a sus ideas sociales a cambio
de proclamarla.
Pero nadie habla de estas cosas, casi nadie. Nadie sabe, nadie contesta, de ahí que vislumbremos en
ese silencioso caos que vivimos los catalanes, atisbos de la herencia pujolista recibida tras esos 23 años durante los cuales, confundidos con la patria, la moral y lo que fuere, recibimos incuestionable aleccionamiento sobre la grandeza de nuestro acrítico
proceder.
Y ahora, entre la irrupción de la Judicatura en la modélica familia de Pujol y los líos que se traen a diario esos dos partidos que tanto presumieron de unidad, nos hemos quedado desconcertados, silenciosos.
¿De quien será la culpa esta vez?
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